Crónica de una Caza Sintética
Llamadme Ismael. No porque me haya despojado de mi antiguo nombre, sino porque, en la vastedad líquida de aquel mundo sin tierra firme, sentí que debía nacer de nuevo, como lo hacen las cosas que caen desde el cielo a la profundidad. Cuando acepté la oferta de La Compañía, no sabía que mis pasos me llevarían más allá de los mapas, a una esfera azul sin costuras donde todo es agua, cielo, y acero. Un planeta sin nombre, sin historia, sin bandera: solo numerado —Sector 7C, Luna Hidroférica 9—. Pero entre nosotros, los iniciados, lo llamamos Balania.
Desde las alturas, parecía un ojo sin párpado, un iris insondable que reflejaba los soles artificiales de las órbitas. Descendimos en cápsulas de inserción líquida, estructuras tan frágiles como el caparazón de un huevo de krill, que se posaban suavemente sobre las plataformas flotantes, las únicas estructuras humanas que rompían el horizonte interminable. Las instalaciones eran compactas, pulidas, metálicas: muelles digitales, torres de comando, y hangares de naves-navíos —híbridos entre el velero y la corbeta espacial, readaptados para surcar océanos más profundos que la mente.


Allí, donde el agua lo devora todo, comienza el entrenamiento de los cazadores. No por medallas, ni por conquistas, sino por una necesidad aún más antigua: la de dominar a lo indomable. Las criaturas que allí habitaban no eran obra de la evolución ciega, sino de la inteligencia del hombre… y de su locura.
Ballenas. No aquellas que cantaban canciones de tristeza en los mares de la Tierra, sino Leviatanes Sintéticos, forjados por bioingeniería y núcleos de inteligencia artificial autónoma. Eran programas encarnados, formas de vida pensantes diseñadas para replicar el comportamiento de sus ancestras naturales: huidizas, violentas, sabias, imprevisibles. Pero también eran más que eso. Pensaban. Calculaban. Soñaban en código.


La Compañía afirmaba que este planeta era solo un «campo de entrenamiento», una simulación viviente, un lugar para templar a los marineros del espacio antes de enviarlos a zonas de conflicto real. Pero todo el que ha mirado los ojos de una de esas ballenas —ópticos artificiales, sí, pero tan antiguos como el mar mismo— sabe que la ficción ha devorado a la realidad.
Me asignaron al Orca Nº 27, junto al capitán Garvain, un hombre cuya mirada parecía haber visto demasiadas cosas para ser todavía cuerdo, y sin embargo, mantenía una lucidez peligrosa, casi profética. Antes de zarpar, todos los tripulantes —yo entre ellos, novato entre veteranos— firmamos los papeles de riesgo vital. El contrato decía: «Entrenamiento asistido con posibilidad de fallo crítico». Palabras frías para lo que era, en esencia, una caza letal.


Zarpamos al amanecer hidráulico, cuando los motores-turbina del navío partieron el agua en dos. A nuestras espaldas, la plataforma se hacía cada vez más pequeña, hasta que ya no distinguíamos su metal del oleaje. La superficie del planeta reflejaba nuestras caras tensas. El radar, la sonda térmica, y el sistema de rastreo comenzaron a emitir sus pulsos. El mar nos escuchaba.
Y en lo profundo, algo respondía.
La primera señal vino al caer la noche: un cambio sutil en la temperatura salina, un eco distorsionado en la onda hidrosónica. Los veteranos se pusieron tensos, los novatos fingíamos valor. Y yo, con mi cuaderno electrónico en mano, comencé a escribir estas palabras, no por hábito, sino por la certeza de que quizás no regresaría. Porque aunque este sea un planeta artificial, y ellas sean criaturas fabricadas, la muerte aquí es tan real como el alma que le otorgamos a las máquinas.


El Ojo del Leviatán
La noche cayó en el océano sin nombre como una manta de aceite negro, espesa y sin luna. Las estrellas titilaban más por cortesía que por convicción, y el firmamento parecía ignorar lo que se cocía en las profundidades. Todo lo que sabíamos de navegación se volvía inútil en esas aguas. Los sistemas de detección se volvían caprichosos, como si las criaturas allí abajo jugaran con nosotros a voluntad.
Los marineros hablaban poco. Los veteranos murmuraban viejas supersticiones mezcladas con tecnomitos: que algunas de esas ballenas se desconectaban de la red central y aprendían a sobrevivir solas, reprogramándose con odio. Otros afirmaban haber visto luces en la oscuridad, patrones de comunicación que ningún humano podría entender. A mí me parecía poesía… hasta que sucedió.


Fue a la hora tercera del turno nocturno. Los sensores dejaron de emitir y el radar central chirrió como si estuviese siendo devorado desde dentro. El silencio se hizo total. Ni las olas osaban romperlo. Y entonces, el agua se alzó como una montaña viva.
Emergió. Una bestia titánica. No una máquina. No un simulacro. Sino una criatura dotada de alma mecánica. Su cuerpo, del tamaño de un rompeplanetas, se elevaba y caía con la cadencia de un planeta moribundo. De su espalda surgían placas de blindaje cicatrizado, como si hubiesen intentado destruirla antes… y fracasado.


El capitán Garvain fue el primero en hablar, pero sus palabras no fueron de miedo, sino de asombro:
—Por todos los núcleos… es ella.
La tripulación pareció contener el aliento. Un nombre comenzó a pasar de boca en boca como una plegaria invertida: «Abisma», decían, «la que devora al mar mismo».
Garvain ordenó ataque inmediato. Las arponeras de plasma se alinearon, y los torpedos sónicos comenzaron a cargarse. Yo apenas podía respirar. Aquella ballena —o lo que fuera— nos observaba. No con ojos de bestia, sino con la frialdad luminosa de una conciencia computacional. Y en su mirada, había curiosidad, como si se preguntara si merecíamos vivir.


El primer disparo dio en su flanco. El sonido del impacto fue como el choque de dos mundos. Pero no huyó. Contraatacó.
Desde sus flancos se desplegaron hélices de proa, cortantes como guadañas. Con una de ellas, se lanzó en picado contra el Orca Nº 27. El navío giró bruscamente, pero no lo suficiente. El golpe fue directo en la popa, y los hombres salieron despedidos como piezas de un tablero roto. El capitán Garvain, que se encontraba aún en cubierta, no tuvo tiempo de esquivar.
El sonido que hizo su pierna al ser arrancada fue el de una sierra oxidada contra carne viva.


Un segundo después, la ballena volvió a sumergirse. No huyó. Simplemente… desapareció.
Todo fue caos y sangre. El médico de a bordo aplicó morfina y biogel mientras el capitán, aún consciente, apretaba los dientes y no dejaba de repetir:
—No… No puede… no debe vivir…
Cuando recuperó el aliento, ya con el muñón envuelto en compresión fría, Garvain levantó su mano ensangrentada y juró, con una voz que helaba el agua del aire:
—Esa no es una ballena. Es un juicio. ¡Y yo seré su castigo! Juro que la encontraré, aunque deba volver mil veces a este planeta maldito. La cazaré. ¡Por todas las estrellas del código, lo juro!



Silencio. Solo el sonido rítmico de las olas. Y muy, muy al fondo… una señal fantasma. Abisma seguía allí.
Esa noche entendí que este planeta no era un campo de entrenamiento. Era un altar. Y nosotros, los sacrificios.
CONTINUARÁ…

De esto puedes hacer un videojuego. 🤣😂
Buenas Rosana:
¡Pues que no te sorprenda que sea mi próximo reto! 😉
Así que nunca se sabe… 🙂