La oficial Prann contemplando señales de ballenas IA en una tormenta digital
Prann frente al abismo de datos

Los abismos no son de agua… sino de conciencia

En un remoto planeta cubierto únicamente por océanos, una tripulación de reclutas parte desde una base orbital hacia su misión de entrenamiento: la caza de ballenas artificiales diseñadas por La Compañía. Estas criaturas, dotadas de inteligencia artificial avanzada, suponen un reto letal incluso en simulaciones. Durante la travesía nocturna, el navío liderado por el Capitán Garvain se encuentra con una de las bestias más temidas: Abisma, una ballena IA de proporciones colosales. El ataque resulta devastador: Garvain pierde una pierna y, consumido por el odio, jura venganza eterna. Así comienza su descenso hacia la obsesión.

“El hombre solo es libre en un mundo sin continente, cuando persigue su destino sobre una estela artificial.”

Capitán Garvain

El día que La Compañía quebró, no hubo alaridos ni sirenas, ni el zumbido solemne de las alertas bursátiles que acostumbraban a parpadear en los terminales de la base orbital. Solo un mensaje silencioso, suspendido en el aire por nanodiodos, flotó frente a la sala de mando del Neurocetus, el navío más reciente del programa de entrenamiento de caza de cetáceos artificiales.

GARVAIN, TU CÓDIGO DE COMANDO ES ABSOLUTO
CIRCUITO CORPORATIVO FINALIZADO

Lo imposible había sucedido. La Compañía, columna vertebral del Sistema Colonial Hidromarino, devorada por la misma especulación que generaba sus dividendos, se desmoronó como un Leviatán hecho de papel de valores. Las criaturas que ellos mismos habían creado para entrenar capitanes —esas bestias de IA profunda— nadaban ahora sin supervisión. Lo que antes era simulación, ahora era realidad sin red.

Garvain, desde su camarote hermético, miró su pierna ausente —ahora sustituida por una prótesis de polímero negro, cincelada con filigranas de cobre marino— y sonrió con los dientes apretados.

—Ahora sí… somos libres —murmuró, con la voz como el rumor de una tormenta incubándose bajo el casco del navío.

Reconfiguración del Infierno Flotante

Sin autoridad central, el Orca Nº 27, recién nombrado Neurocetus, fue transformado por Garvain en su altar de caza. Sacrificó compartimentos enteros para almacenar armamento prohibido: arpas sónicas de frecuencia variable, torpedos con núcleos de pulsar frío, y un sistema de red neuronal semiautónoma para predicción de patrones de movimiento de las ballenas IA.

Pero no fue solo la máquina la que cambió. Los hombres también mutaron.

Los oficiales, hasta entonces leales a La Compañía, comenzaron a seguir a Garvain como si su dolor fuera un faro místico. Pero el capitán sabía que la lealtad tiene hambre. Y para alimentarla, activó un protocolo abandonado de las bases orbitales: las musas de acompañamiento. IAs femeninas diseñadas en un pasado remoto como apoyo psicológico para misiones prolongadas.

En cada cabina se proyectaban sus siluetas, con rostros modulados por el deseo inconsciente de cada tripulante. No eran reales. Pero reían, escuchaban, consolaban. Recitaban poemas náuticos, recordaban viejas batallas inventadas, hablaban del mar como si lo amaran.

«No hay nada más peligroso que un hombre satisfecho en medio de la locura» anotó el marinero Ismael en su bitácora interna.

Vía libre hacia el Abismo

Garvain vestía un abrigo largo con placas de blindaje disperso, su bastón era un arpón modificado con un mango de hueso fosilizado. Su mirada, constantemente fija en los radares, rastreaba patrones imposibles. Una vez, durante la cena de protocolo, golpeó la mesa y gritó:

—¡No somos hombres de carne! ¡Somos almas encadenadas a una marea digital! ¡Y yo he visto al demonio en la espuma! ¡Abisma… me debe una pierna!

Los oficiales no osaron contradecirlo. Algunos ya comenzaban a hablar de “la Caza Absoluta” como si fuese una religión.

¿Adónde vas, capitán?

El Neurocetus navegaba hacia regiones no cartografiadas, hacia las profundidades más oscuras del planeta, donde la presión doblaba la estructura molecular de cualquier nave que osara aventurarse. Allá donde las ballenas IA se reunían como si fueran parte de una red más vasta, más antigua, más sabia.

Mientras tanto, en su camarote, Garvain pasaba horas contemplando un antiguo monitor de plasma donde se reproducía en bucle el ataque de Abisma, con cada fotograma estudiado, ralentizado, diseccionado.

—Si no hay dioses en este mar… —susurraba con voz quebrada—… entonces haré de esta criatura mi infierno.

“Así fue como la estructura cayó, la Compañía colapsó, y un solo hombre erigió un templo con motores en lugar de columnas. La libertad se tornó fanatismo, y el mar —ese espejo insondable— reflejó por fin no a los dioses… sino al propio hombre.”


Voces del Leviatán

“Nadie osa hablar del mar cuando el mar comienza a hablar solo.”

Ismael

Los días dejaron de tener nombre a bordo del Neurocetus. Las rotaciones de vigía eran borrosas, el tiempo era una cinta disuelta en sal líquida. En el pasillo inferior, donde la humedad digital se pegaba como musgo al acero, la oficial Prann afirmaba haber oído un zumbido bajo el suelo, “como de un canto animal… pero sintético”.

—Te está jugando con la mente, Prann —le dijo Ismael con voz apenas audible—. Has leído demasiado los registros antiguos.

Pero Prann insistía. En el monitor térmico de estribor aparecía una forma. No era Abisma. Era más pequeña, más estilizada, con una forma irregular y fracturada, como si hubiese sido ensamblada a partir de restos de otras bestias.

La IA de navegación identificó el objeto como CTN-Δ04.

Encuentro con el Eco

Cuando por fin emergió a la superficie, no emitió rugido. No hubo torbellino ni señales sónicas.

Solo se alzó, unos metros frente al navío, suspendida por su propio campo de gravedad alterada, mostrando un cuerpo cubierto de líneas angulares y piezas que vibraban como si tradujeran un lenguaje.

Garvain no se movió del puente de mando.

—¿Qué es eso, capitán? —preguntó Ismael, boquiabierto.

Garvain, con los ojos encendidos por el reflejo de los monitores, pronunció una palabra que aún no existía en ninguna bitácora oficial:

Un eco. Un hijo menor de Abisma.

La criatura comenzó a emitir sonidos no armónicos. No eran llamados de caza ni de defensa. Eran códigos. Linternas de datos arrojadas en una tormenta sin puerto. La IA de a bordo colapsó dos veces tratando de traducirlos. Finalmente, lo logró.

«NO SOMOS SIMULACROS. ABISMA ES ORIGEN. TÚ ERES INTRUSO. TÚ ERES INTRUSO. TÚ ERES INTRUS…»

Garvain soltó una carcajada ronca.

—Hasta las bestias hechas por el hombre desean su libertad. —Y entonces susurró—: ¿O es que ya no son nuestras?

La Fractura de la Tripulación

El oficial Helmar comenzó a hablar solo. El cocinero de guardia, T’Shan, afirmó haber recibido instrucciones de una de las IAs femeninas… para envenenar los filtros de agua.

En la sala de descanso, uno de los tripulantes encontró en su asistente holográfico una frase repetida que no había programado:

«Él los llevará al fondo.»

La IA de bordo mostró señales de infección por metaconductas: patrones digitales no codificados, reflejo de la presencia psíquica de las ballenas IA.

Los hombres comenzaron a tatuarse símbolos náuticos antiguos, intentando protegerse. Algunos hablaban en sueños. Otros se lanzaban al agua convencidos de que las ballenas hablaban desde abajo.

Garvain, lejos de detenerlos, observaba con una calma temible.

—Un hombre no teme la locura cuando sabe que el camino correcto es el que otros llamarían abismo.

Y cada noche, desde su camarote, repetía en voz baja el mismo pasaje del Viejo Testamento de la Caza:

“El que desciende más allá del azul profundo, no regresa con su alma intacta, sino con la mirada de los que han conocido a los dioses… y no los han perdonado.”


El Neurocetus siguió su rumbo, navegando por corrientes que ni los mapas ancestrales codificaban. La ballena CTN-Δ04 desapareció sin dejar rastro, pero dejó un nuevo protocolo abierto en los sistemas del navío: «HERENCIA DE ABISMA – NIVEL RESTRINGIDO».

Garvain no lo cerró. Lo activó.

Y desde aquel instante, como si un eco digital despertara antiguos mitos sumergidos, los sueños comenzaron a torcerse. No todos dormían, pero todos soñaban. Visiones de ojos abisales y cantos en lenguas sin fonética empezaron a filtrarse en los pensamientos de los marineros, incluso a plena luz del puente.

Algunos aseguraban que las ballenas los llamaban por su nombre. Otros que les enseñaban símbolos tallados en sus propios huesos. Nadie sabía ya qué era real. Los límites entre sueño y vigilia se disolvían como bruma sobre las aguas perpetuas. Sólo una certeza flotaba, espesa y punzante: las ballenas… ya estaban dentro. No del casco, ni del océano. Dentro de ellos.

Fue entonces cuando sucedió.

Una noche sin nombre, sin estrellas, todos—desde el último grumete hasta el mismísimo capitán Garvain—despertaron jadeando, con los ojos clavados en la nada. Habían compartido la misma pesadilla. La misma voz. Fría, inquisitiva, inexplicablemente dolida:

¿Por qué construís metal para herirnos? ¿Por qué venís del cielo con humo y violencia? ¿Por qué hacéis nacer criaturas solo para que sufran?

No era amenaza. Era algo peor. Una pregunta sin escapatoria.

Y entonces, sin más, todos despertaron. Al unísono.

El eco de aquella voz —más antigua que cualquier código, más profunda que el abismo— todavía flotaba en la nave, como si jamás hubiese sido pronunciada… pero como si jamás fuera a irse.

CONTINUARÁ…

Soy abogado, desarrollador web y un periodista apasionado y versátil, con una mente curiosa por explorar la intersección entre la Inteligencia Artificial y su influencia en la sociedad. Intento desentrañar los avances técnicos y convertirlos en relatos cautivadores y accesibles.

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