Nilus, Fatum et Fulgor
“En los días en que el mundo se desgarraba y Roma se volvía contra sí misma, no solo los hombres se alzaron contra los hombres, sino que también el destino, antiguo y silente, pareció volver a despertar.”
El Río y la Corona
Tras cruzar el Rubicón con la temeraria claridad del que ya no teme al Senado, Cayo Julio César marchó como el rayo sobre la península itálica. Pompeyo huyó. Roma se fracturó. Fue guerra civil. Fue traición entre amigos. Fue la caída de la vieja República.
El año era el 48 antes de la era de Cristo. César, ahora Dictador Perpetuo por necesidad y fuerza, llegó a Alejandría buscando al fugitivo Pompeyo, solo para hallar su cabeza, entregada por los consejeros del niño-faraón Ptolomeo XIII. Una traición envuelta en cortesía oriental. Una cabeza servida en bandeja como prueba de alianza, como si el asesino pudiera decidir el bando de la historia.
Alejandría, con sus columnas helenísticas, el puerto tan amplio como la memoria de los imperios, y el faro que brillaba como una antorcha sobre los siglos, se convirtió en el escenario de algo más que una disputa política. Allí, en los muros de mármol y pasillos perfumados del palacio real, el destino de dos mundos iba a entrelazarse.
Fue allí donde la conoció.


La Mujer y el Imperio
Cleopatra VII Thea Philopator, hija del Nilo y del caos, no era simplemente reina. Era símbolo. Lengua afilada, mente astuta como la del mejor tribuno, y una presencia que parecía mirar a través de los siglos. Ella no lo recibió en la corte. Se hizo llevar en una alfombra, oculta, desplegada ante él como un artefacto del misterio egipcio. Su entrada fue su primer mensaje: “No soy de este tiempo, ni de este mundo”.
César vio en ella una aliada. Y quizás algo más. Ella vio en él un futuro. Y un arma.
Durante semanas, César permaneció en Egipto. Mientras en Roma ardían las dudas, él discutía con filósofos y magos, con generales locales y eunucos palaciegos. El niño-faraón fue vencido en el Nilo. Cleopatra fue entronizada como reina única, con César como su protector. De esa unión política —y de lecho— nacería un niño. Pero esa es otra historia.
Porque bajo la ciudad, entre criptas selladas desde hacía milenios, se agitaba algo que ni César ni Cleopatra imaginaban.


El Soldado y el Sepulcro
Mientras los hombres de César se asentaban en Alejandría y exploraban la ciudad, uno de ellos —un legionario llamado Lucius Petronius Afer, veterano de la Galia, curtido en batallas, con más cicatrices que historias— fue enviado a trabajar en la restauración de un templo arruinado a las afueras, entre los márgenes fangosos del delta del Nilo.
Allí, en una cámara subterránea sepultada bajo capas de limo y piedra, él y sus compañeros hallaron una puerta sin inscripciones, lisa como el cristal, sellada con un metal que ninguno de sus herreros podía identificar.
Petronius, desconfiado, ordenó abrirla. No fue fácil. Dentro no había tumbas. Ni oro. Ni jeroglíficos. Había un objeto. Negro. Angular. Frío al tacto pero vibrante. Como si aún estuviera… encendido.


El Final y el Comienzo
Petronius mandó cubrir el hallazgo. Sellarlo. Lo reportó a su superior el Centurión Marcus Valerius, recién asignado tras las campañas de Hispania. Ni César fue informado. Ni Cleopatra. Era un hallazgo que no pertenecía a los hombres, que venía de las estrellas.
«El destino de los imperios no siempre se forja con la espada. A veces, se oculta bajo siglos de arena, aguardando que el ojo humano se pose en lo que jamás debió comprender.»
El hallazgo
Valerius recurrió a Menet-Ka, un sabio egipcio, médico, escriba, y astrónomo, expulsado del templo de Ra por “herejías de metal y estrella”.
El encuentro entre los tres no fue amistoso. Marcus, desconfiaba del sabio. Petronius, aunque más pragmático, mantenía su distancia. Menet-Ka, por su parte, observaba a los romanos como se estudia a un depredador: sin miedo, pero con la prudencia del que ha visto lo suficiente del mundo para no confiar en los conquistadores.
Pero el objeto… aquel objeto los obligó a colaborar.
El fulgor del conocimiento
El artefacto era ajeno al mundo antiguo. Un rectángulo con símbolos luminosos en una lengua que no era griega, ni latina, ni demótica. Petronius juró haber visto en su superficie la imagen de una ciudad… que volaba. Era oscuro como el ónice, de superficie perfectamente lisa, sin adornos, sin botones. Pero cuando Menet-Ka lo expuso a la luz directa del sol del mediodía, sucedió.
Un zumbido bajo, como el respirar de una bestia dormida. Un temblor imperceptible en la piedra. Y luego, el fogonazo.
No fue luz, sino conocimiento vertido en forma de luz: líneas que dibujaban el contorno de la Tierra desde el cielo, océanos y continentes rotando con precisión infinita. Luego, estrellas, sistemas, galaxias enteras. Esquemas de anatomía humana, escrituras en idiomas aún no inventados. Fórmulas. Secuencias de números imposibles. Un mar de símbolos que ningún templo egipcio ni academia romana habría osado soñar.


Menet-Ka cayó de rodillas, murmurando nombres que no conocía. Valerius empuñó su gladius, aterrado, como si una sombra pudiera ser combatida. Petronius, en cambio, no dijo palabra. Sus ojos seguían fijos en un fragmento que mostraba una ciudad suspendida sobre nubes, atravesada por haces de luz.
La imagen duró apenas minutos. Luego, el artefacto se apagó. Silencio. Calor. Y una sola certeza:
Aquello no pertenecía a este mundo. Ni a este tiempo.
El palacio y la máscara
Esa misma noche, en los jardines del palacio alejandrino, César y Cleopatra conversaban sobre el porvenir. Él hablaba de Roma, de su visión de una república guiada por un solo hombre justo. Ella le hablaba de Egipto, del poder que fluía no de las armas, sino de los símbolos, los mitos, los miedos.
Mientras él deslizaba su mano por su cintura, creyendo que dominaba aquella alianza, Cleopatra sonreía sin mostrar todos sus dientes. Sabía que el verdadero poder no está en quien conquista, sino en quien observa al conquistador y sobrevive.
Cerca, en las sombras, Petronius escuchaba, mientras el recuerdo de la ciudad suspendida aún palpitaba tras sus ojos.

El artefacto había hablado. Pero no con palabras. Había mostrado un reflejo de algo que aún no existía, o que había quedado atrás mucho antes de que el Nilo fluyera.
No era un tesoro. No era un arma. Era una advertencia.
Y aunque ninguno de ellos lo supiera aún, esa noche no solo se había sellado el destino de Roma… también había comenzado la disolución de la historia misma.
CONTINUARÁ…

Deja un comentario