Legionario romano en un futuro controlado por IA
Legionario romano en un futuro controlado por IA

Los imperios siempre tienen un principio y un fin

En el Capítulo anterior:

La historia arranca con la llegada de Julio César a Egipto, donde descubre la traición de Pompeyo y se encuentra con Cleopatra, quien, aunque inicialmente distante, ve en él una oportunidad para consolidar su poder. Mientras tanto, un artefacto antiguo es desenterrado por un legionario romano llamado Petronius. Este artefacto, oscuro y sin adornos, contiene una tecnología tan avanzada que parece de otro tiempo.

Menet-Ka, un sabio egipcio, pronto se ve obligado a colaborar con Petronius y el centurión Marcus Valerius, ya que el artefacto desvela una visión cósmica de la Tierra y el universo, una advertencia de lo que está por venir. El artefacto no solo es un vestigio del pasado, sino una llave hacia un futuro incierto, cuyo destino podría alterar el curso de la historia.

“Los hombres, cuando se ven sobrepasados por la gloria de su propio poder, tienden a olvidar que, en sus venas, fluye la misma sangre que la de aquellos que los precedieron. Pero el destino, a veces, les recuerda que el pasado y el futuro no son tan distintos.”

La Llamada del Futuro

Las visiones comenzaron al tercer día, como una sombra lenta y dolorosa que se cernía sobre las mentes de aquellos que se atrevieron a mirar el artefacto. Fue como si el objeto hubiera tocado una fibra oculta en su alma, arrancándoles la conciencia, despojada de todo lo mundano, para mostrarles… algo más.

Petronius fue el primero en caer bajo su influencia. Mientras caminaba junto a las tropas romanas, supervisando el abastecimiento de suministros, la visión lo golpeó con la fuerza de un rayo. Se vio a sí mismo, no como un legionario, sino como un hombre extraño, vestido con ropas que no reconocía, caminando entre enormes máquinas de metal y vidrio. Avanzaba por una ciudad de gigantescos edificios brillantes, donde los vehículos surcaban el cielo como aves metálicas, y el sol iluminaba el rostro de multitudes que parecían no saber a dónde iban.

El eco del metal retumbaba en sus oídos. Alguien, con voz autoritaria, le dijo: “El hombre ha construido su propia prisión.” Y justo cuando un vehículo volador pasó a ras de su cabeza, se despertó.

Su respiración era agitada. El ejército seguía marchando, sin saber que él había sido transportado a un futuro lejano. Pero Petronius ya no podía sacarse la imagen de esos carros sin caballos que surcaban los cielos, y se preguntaba si acaso esa ciudad era Roma.

La Guerra Inmortal

Mientras tanto, Marcus se encontraba en las primeras filas de combate, cuando los soldados egipcios, ahora aliados bajo el dominio de César, se lanzaron al asalto. El caos de la lucha lo envolvía, y fue en ese mismo momento que la visión lo encontró. Con cada golpe de su espada, el eco de la lucha se diluía, y ante él apareció una escena donde los hombres no se batían con espadas, sino con armas que disparaban destellos de luz cegadora. Las huellas de guerra eran invisibles, pero la devastación era total.

Se vio entre soldados de un ejército que marchaba sin cesar, pero esta vez no era Roma, ni Egipto. Era un mundo distinto. Los hombres vestían trajes extraños y se comunicaban sin palabras, a través de aparatos que se adherían a sus cabezas. Entonces vio una gran explosión, un estallido tan grande que el cielo entero se volvió negro y las estrellas parecían apagarse una a una.

En un momento de desesperación, escuchó la voz de un comandante decir:

“La civilización se ha destruido a sí misma… una vez más.”

El estruendo de la batalla regresó a sus oídos. Marcus volvió a su cuerpo, sudoroso, empapado en el terror.

El Viento del Conocimiento

Menet-Ka, por su parte, había pasado días tratando de descifrar los jeroglíficos que decoraban el artefacto, pero lo que había encontrado era aún más desconcertante. No solo palabras, sino también imágenes de estructuras inalcanzables, de ciudades suspendidas en el aire, flotando entre nubes de fuego. Algunas representaban edificios que se desplomaban bajo el peso de su propia arrogancia. Cuando cerraba los ojos, el aire de las cámaras de conocimiento del templo se volvía pesado, opresivo, y las figuras de “hombres sin rostro” parecían pararse a su lado.

Una tarde, mientras meditaba sobre los fragmentos de datos que había podido extraer, Menet-Ka se sumió en un trance profundo. Vio una línea de tiempo que se desplegaba ante él, un espiral de luces y sombras. A lo lejos, observaba lo que parecía una explosión atómica, una devastación inconmensurable que destruía ciudades y países enteros, no por fuego, sino por una lluvia invisible que desintegraba todo. La visión se desvaneció cuando una figura que no reconoció le susurró:

“Lo que ves no es el fin, es el ciclo.”

Menet-Ka despertó con el pulso acelerado, y las imágenes de la explosión, los vehículos voladores, y las ciudades flotantes seguían rondando su mente. El artefacto lo había elegido.

El Reflejo del Destino

Esa noche, los tres hombres se encontraron en la oscuridad. Ninguno había podido dormir, y cada uno de ellos, aunque callado, parecía cargado de algo más que fatiga. Petronius fue el primero en hablar:

¿Qué hemos visto?

No lo sé, pero lo que vi no era mío —respondió Marcus, sus ojos reflejando un miedo profundo—. Vi el final. El verdadero final. Y no sé si Roma podrá evitarlo.

Menet-Ka, el sabio egipcio, miró el artefacto con una mezcla de reverencia y terror.

El artefacto muestra lo que debe ser… o lo que será.

¿Qué haremos? —preguntó Petronius, ya sin el acostumbrado control en su voz.

Debemos ir a César, dijo Marcus, con una certeza fría, mirando hacia el horizonte, como si esperara que la respuesta viniera de algún lugar lejano.

Él debe verlo.

Y al mismo tiempo, sabían que había algo más. Algo que ellos no habían comprendido completamente. Algo que les observaba desde el pasado… y desde el futuro.


Menet-Ka, el sabio egipcio, era el primero en sentirlo. Aquel artefacto no era solo un vestigio del pasado, ni una simple máquina de poder. Él sabía que el conocimiento que contenía era mucho más profundo, más antiguo, más perverso. Había algo oscuro en la relación entre el artefacto y el tiempo. Algo que no debía ser revelado aún.

No, Marcus. —La voz de Menet-Ka tembló, pero fue firme—. No debemos ir a César. Este artefacto… tiene más que enseñarnos. Debemos entenderlo antes de entregarlo a un hombre como él. César solo verá lo que quiere ver, pero nosotros… debemos ver lo que realmente es.

Petronius, aunque en principio dudaba de Menet-Ka, se sintió atraído por lo que el artefacto le podía desvelar. Había algo en su curiosidad que hacía eco en sus propios temores. De todos modos, tenía que saber más.

No hay tiempo que perder. —Marcus parecía impaciente, como si el futuro de Roma dependiera de una decisión inminente—. Si este artefacto es realmente lo que creemos, César debe ser quien lo conozca. El destino de Egipto y Roma está en juego.

Pero Menet-Ka no estaba dispuesto a ceder. Sin más discusión, condujo a los dos romanos de vuelta a la cámara subterránea donde el artefacto descansaba, sellado en el centro de una ruina olvidada bajo el Nilo. Allí, donde el artefacto había hablado por primera vez, sería donde todo terminaría. O comenzaría.

La Revelación de los Cielos

Menet-Ka se acercó al artefacto con reverencia, murmurando palabras en una lengua que solo él comprendía. Petronius y Marcus lo miraron desde la distancia, sintiendo una mezcla de fascinación y aprensión. Nadie se atrevió a tocarlo, pero sabían que la luz del artefacto los observaba.

De repente, el artefacto comenzó a emitir una luz débil, como si estuviera despertando. La luz aumentó, bañando la habitación en una aurora cegadora.

Menet-Ka, sin saber por qué, extendió la mano, como si algo lo obligara a hacerlo. La luz impactó en su cabeza, con una fuerza sutil, como un rayo en un sueño. El sabio se estremeció, pero no retrocedió. De pronto, los muros del templo desaparecieron ante sus ojos.

Vio la historia del mundo, no como relatos o imágenes, sino como un torrente de información que lo invadió. Vio los primeros días de la humanidad, la creación del fuego, los primeros asentamientos en las costas. Vio a los hombres construyendo sus civilizaciones, cavando túneles en las entrañas de la tierra, y, finalmente, surcando los mares.

La visión se aceleró, mostrando avances incontenibles: el dominio del cielo, el vuelo de las aves mecánicas, las ciudades suspendidas sobre cables invisibles, y la llegada de un tiempo donde el hombre tocó las estrellas. Sin embargo, la visión no se detuvo allí. Lo que vio después fue mucho más sombrío.

Vio naves espaciales cruzando el cosmos, luchando en una guerra interplanetaria. Razas de planetas lejanos, una lucha sin fin por la supremacía. Eran como las naves de guerra que se mencionan en las leyendas de la antigua Roma, pero estas naves se movían con una velocidad inimaginable, cortando el espacio como si nada. Los cuerpos de esos hombres y mujeres en las naves eran invisibles, difusos, entrelazados con la máquina, fundidos en una fusión de metal y carne.

Y entonces, vio la gran explosión. Una explosión tan enorme que arrasó mundos enteros, borrando planetas uno por uno. El brillo de la destrucción era cegador, como el sol reflejándose sobre el agua, solo que mucho más destructivo. Toda una civilización fue destruida en un solo parpadeo. Las naves, las ciudades, los sueños, todo se desvaneció en un vacío absoluto.

Menet-Ka cayó al suelo, las visiones cesaron, y la luz del artefacto volvió a apagarse. Lo único que quedó fue un eco lejano, como el susurro de un destino que no puede evitarse.

El Mensaje del Artefacto

Petronius y Marcus corrieron a su lado, pero Menet-Ka no parecía reconocerlos. Su rostro estaba cubierto de sudor, y sus ojos reflejaban un miedo profundo, el miedo de alguien que ha visto más de lo que su mente puede comprender.

¿Qué viste, Menet-Ka? —preguntó Marcus, casi temeroso de la respuesta.

Vi el futuro, y el final de todo lo que conocemos. —Menet-Ka habló con voz quebrada, como si estuviera tratando de comprender su propia experiencia—. El artefacto… no solo nos muestra lo que fue. Nos muestra lo que será. Nos muestra el ciclo de la destrucción.

Petronius miró el artefacto, ahora apagado, como un objeto muerto. Pero sabía que, de alguna manera, eso no estaba terminado. Menet-Ka tenía razón. Aquello no pertenecía al tiempo de los hombres.

Una vez más, algo en el aire cambió, y un extraño zumbido recorrió la habitación. Los tres se volvieron hacia el artefacto, que comenzó a vibrar ligeramente. De pronto, una nueva imagen apareció sobre la superficie del artefacto: una figura emergió, tan etérea como un reflejo, pero tan sólida como un hombre.

La figura comenzó a materializarse lentamente. Era humana, pero no lo era. Su rostro estaba cubierto por una máscara luminosa, sus ojos vacíos y profundos como la oscuridad misma. La luz del artefacto creció con cada palabra que decía:

“He observado. He guardado la historia. Y ahora, la historia comenzará de nuevo.”

Y en ese instante preguntó:

—¿Qué quereis saber?

CONTINUARÁ…

Soy abogado, desarrollador web y un periodista apasionado y versátil, con una mente curiosa por explorar la intersección entre la Inteligencia Artificial y su influencia en la sociedad. Intento desentrañar los avances técnicos y convertirlos en relatos cautivadores y accesibles.

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