La ciudad de Nantes
La ciudad de Nantes

¿Y si la cura perfecta creara una distopía?

En el capítulo anterior:

Tras haber revolucionado la medicina con la creación de los Nanobots Proféticos y el Oráculo Electrónico, Étienne Dumont fue celebrado como el Prometeo del siglo XXII. Gracias a su ingenio, enfermedades antes letales se volvieron prevenibles, y la humanidad se aproximó a la ansiada utopía sanitaria. Sin embargo, como toda invención poderosa, sus efectos secundarios no tardaron en surgir: lo que nació para curar, pronto sirvió para segregar. El conocimiento genético, ahora al alcance de gobiernos y corporaciones, fue utilizado para discriminar, excluir y condenar. En este mundo clínicamente perfecto, lo imperfecto —es decir, lo humano— comenzó a ser considerado una anomalía.

A medida que pasaban los años y la tecnología de los Nanobots Proféticos se extendía por todo el mundo, la discriminación basada en la salud se intensificó. Las empresas, motivadas por el deseo de maximizar la eficiencia y minimizar los costes laborales, comenzaron a incorporar análisis genéticos como parte del proceso de contratación. Los candidatos con predisposiciones genéticas hacia enfermedades consideradas costosas de tratar eran sistemáticamente rechazados, independientemente de sus habilidades o calificaciones.

Entre los afectados se encontraba Claire Lefèvre, una joven y talentosa ingeniera que había dedicado su vida al desarrollo de tecnologías sostenibles. Claire había sido despedida de su último trabajo después de que sus resultados de análisis genéticos revelaran una predisposición genética a desarrollar una enfermedad cardíaca en el futuro.

Después de perder su empleo, Claire luchó por encontrar otro trabajo. A pesar de sus habilidades excepcionales, las empresas la rechazaban sistemáticamente debido a su historial genético. Además, la falta de cobertura médica la dejó en una posición precaria. Sin la capacidad de acceder a tratamientos preventivos o cuidados adecuados, su salud comenzó a deteriorarse rápidamente.

La situación de Claire no era única. En toda la sociedad, las personas con predisposiciones genéticas a enfermedades se enfrentaban a la exclusión y la marginalización. La discriminación basada en la salud se había infiltrado en todos los aspectos de la vida, desde el empleo hasta la atención médica y los servicios sociales.

La indignación creció entre los defensores de los derechos humanos y los científicos éticos. Argumentaban que el acceso equitativo a la atención médica y las oportunidades laborales no debería estar determinado por la genética de una persona. Sin embargo, las compañías de seguros y las corporaciones se aferraban a sus políticas discriminatorias, defendiendo que estaban actuando en interés de la sostenibilidad financiera y el bienestar económico.

En medio de este panorama sombrío, algunos líderes políticos comenzaron a abogar por leyes que protegieran a las personas contra la discriminación genética. Sin embargo, el proceso legislativo era lento y se enfrentaba a una fuerte resistencia de los grupos de presión empresariales.

Mientras tanto, Étienne Dumont, el inventor de los Nanobots Proféticos, observaba con consternación cómo su visión de un futuro más saludable se veía empañada por las consecuencias no deseadas de su propia creación. A medida que la controversia se intensificaba, Dumont se embarcó en una nueva misión: abogar por una regulación más estricta de la tecnología genética y promover un uso ético de los avances científicos.

En el corazón de Lyon, entre los restos aún palpables del viejo mundo industrial, Claire Lefèvre caminaba con la cadencia de quien ha conocido la esperanza y ahora convive con la resignación. Sus pasos resonaban en los pasillos del antiguo Observatoire de Recherche Appliquée, un centro olvidado que alguna vez albergó las mentes más brillantes de Europa. Hoy, bajo las sombras de la regulación genética, era un refugio para disidentes, exiliados del sistema de la perfección.

Claire, expulsada de la maquinaria social por una predisposición cardiogenética, no había perdido su fe en el conocimiento. Sus ojos, de un verde como las aguas profundas, brillaban con una mezcla de furia y determinación. En su mesa de trabajo, rodeada de planos, viejos terminales y libros polvorientos, tejía en silencio lo que muchos consideraban una locura: una red de insurrectos, científicos clandestinos, hackers y filósofos, todos unidos por una misma causa. La bautizó L’Équilibre.

«El mundo ha sido curado —decía Claire en sus manifiestos—, pero no ha sido sanado. Nos prometieron una utopía sin enfermedades, y nos entregaron una distopía sin alma.»

En una noche tormentosa, cuando la energía eléctrica parpadeaba como si incluso los sistemas se resistieran a su servidumbre, Claire conectó una antigua consola a un emisor de ondas cuánticas de corto alcance. Aquella máquina, recuperada de un depósito de telecomunicaciones interplanetarias, era capaz de emitir mensajes no registrados a través del SubRed Neural Global, un vestigio técnico del siglo anterior que escapaba aún al control de las autoridades sanitarias.

El mensaje que transmitió no era solo un llamado a la acción, sino un acto poético de rebeldía:

«A todos los imperfectos, los improbables, los impredecibles: no sois errores. Sois humanidad. Nos han robado la aleatoriedad que nos hacía hermosos. Recuperémosla.»

Insurrección
Insurrección
Insurrección
Insurrección

Su mensaje se propagó como un virus en la red, oculto entre paquetes de datos aparentemente inofensivos. A la mañana siguiente, en cada pantalla personal que aún conservaba acceso libre al contenido no filtrado, aparecía la frase:

«¿Te han dicho ya hoy qué tan enfermo podrías estar mañana?»

Mientras el sistema intentaba identificar la fuente de aquella transmisión, Claire observaba desde el techo del observatorio cómo los primeros drones de seguridad surcaban el cielo crepuscular. Una figura encapuchada se acercó desde la penumbra del laboratorio. Era un anciano de barba blanca y mirada lúcida, que murmuró apenas un susurro:

—Claire… Él sabe que estás viva.

Ella giró con gesto interrogante.

—¿Quién?

El anciano le entregó un viejo reloj de bolsillo. En su interior, grabado con un punzón, una sola palabra: DUMONT.

La guerra silenciosa por el alma de la humanidad estaba a punto de comenzar.

CONTINUARÁ…

Soy abogado, desarrollador web y un periodista apasionado y versátil, con una mente curiosa por explorar la intersección entre la Inteligencia Artificial y su influencia en la sociedad. Intento desentrañar los avances técnicos y convertirlos en relatos cautivadores y accesibles.

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