Una misión hacia lo desconocido, impulsada por el pasado… y vigilada por lo que aún vive en él
En el capítulo anterior:
En un Marte ya colonizado, una expedición científica descubre bajo el polvo marciano una ciudad enterrada que no parece en ruinas, sino detenida en el tiempo. Las estructuras, tecnológicamente avanzadas pero claramente humanas, despiertan preguntas imposibles: ¿cómo llegaron allí? ¿Quiénes eran? Mientras arqueólogos y militares debaten su origen, se revela un hallazgo aún más inquietante: una inteligencia artificial activa, enterrada con la ciudad, que comienza a emitir datos y fragmentos de una historia que podría reescribir el pasado y el propósito de la humanidad. En silencio, Marte deja de ser un planeta muerto.
Las torres, ahora desenterradas casi en su totalidad, proyectaban largas sombras sobre el suelo marciano, alargadas por el sol lejano como dedos que intentaban tocar algo que ya no estaba. La ciudad no era una ruina cualquiera: estaba en reposo, no en decadencia. Sus estructuras no mostraban el desgaste de siglos sino la pausa de un artefacto en espera. Como si los habitantes de aquella civilización se hubieran ido… no hace tanto.


Los equipos de investigación trabajaban día y noche en turnos que parecían diseñados más para calmar la ansiedad que para avanzar con eficiencia. Cada hallazgo no aclaraba nada: lo ensombrecía más. Los mapas estelares, ahora decodificados parcialmente, indicaban rutas, mundos, estaciones… nombres escritos en una mezcla de símbolos familiares y desconocidos. Algunos planetas tenían una inscripción a su lado: “contacto activo”. Uno de ellos, el más cercano, destacaba con una señal aún persistente, una suerte de baliza modulada que parecía… esperarlos.


La Teniente Elena Torres
Elena Torres, teniente de la Fuerza de Investigación Planetaria, descendía por la pasarela con paso firme. De origen latino, era una mujer nacida en Marte, de la primera generación. Como tal, había recibido instrucción militar, pero era ante todo una científica. La arqueología era su motor, y la curiosidad, su brújula. Para ella, cada fragmento de civilización descubierta era una página arrancada de un libro cósmico. Y ahora, ese libro… hablaba.


Desde niña, su padre, un astrónomo que emigró a Marte siendo muy joven, le había hablado del universo como si fuera una biblioteca que apenas habíamos aprendido a leer. “El cielo —decía— es un espejo. Pero no refleja lo que somos, sino lo que aún no entendemos de nosotros.” Su muerte, hacía casi una década, dejó en Elena un hueco que llenó con estudio, misiones, años de aislamiento. Pero aquel descubrimiento en Marte —la prueba de que no estábamos solos, de que había otros humanos en otro tiempo o lugar— le había devuelto algo que no sentía desde entonces: propósito.
Era idealista, sí, pero no ingenua. Creía, profundamente, que había un orden escondido tras el caos aparente del universo. Y ese orden, pensaba, quizá podía descubrirse hablando con los que vinieron antes. Si aquellos humanos aún vivían, si habían llegado más lejos que nosotros, debían saberlo: quiénes somos. Para qué.


El Comandante William Rhodes
William Rhodes era el hijo del Mariscal de las fuerzas terrestres Allen Rhodes. Oficial superior de familia militar con linaje terrestre antiguo, anglosajón, educado en las mejores academias orbitales. No soportaba a su padre, pero le escuchaba. Cuestionaba su autoridad constantemente, pero al final le obedecía ciegamente. Se revelaba contra él, pero al mismo tiempo quería contentarlo para que se sintiera orgulloso. Buscaba su amor y respeto, pero obtenía de él disciplina.
Su historial estaba lleno de menciones por excelencia táctica, misiones exitosas… y reprimendas disciplinarias. Inteligente y audaz, pero difícil de contener, Rhodes no había ascendido más allá del rango de capitán por su incapacidad para obedecer órdenes que no compartía. Eso, y un carácter que oscilaba entre lo inspirador y lo insoportable.
Pero esta vez, el Alto Mando no podía permitirse fallar. Necesitaban a alguien con instinto fuera del manual, alguien que pudiera improvisar en lo desconocido.
—Así que vamos a hablar con fantasmas, ¿eh? —le dijo a Elena con media sonrisa—. Espero que sean mejores anfitriones que los diplomáticos de Europa orbital.
—No son fantasmas. Y no vamos a hablar. Vamos a preguntar. Y a escuchar —respondió ella.
Rhodes le sostuvo la mirada, agudo. No compartía su fe, pero respetaba su convicción.
La Inteligencia Artificial «Nodo«
Elena Torres visitó por última vez a Nodo. No era un simple sistema informático, sino una inteligencia operativa activa hallada en la ciudad marciana.
El Nodo no solo hablaba. Proyectaba. Al tocar ciertas interfaces, revelaba fragmentos de datos, arquitectura de pensamiento, coordenadas, tecnologías… Y una línea de tiempo que parecía sincronizada con la evolución humana. No ofrecía respuestas, pero planteaba preguntas. La IA terrestre Nodo seguía trabajando en sincronizarse con el Ordenador Central, intentando traducir los datos, aunque parecía más que una barrera de idioma. Era una arquitectura de pensamiento distinta.


En uno de los corredores del complejo, aún no accesibles del todo, los arqueólogos habían descubierto lo que parecía ser un módulo de transferencia. Un portal. O algo similar.
Y en las últimas horas, Nodo había encendido una señal tenue. Dirección: el mismo planeta al que se dirigían.
—¿Está activando algo? —preguntó Elena.
—¿O esperando algo? —respondió el ingeniero, cruzando los brazos.


El Consejo
—¿Quieres enviar una misión a un planeta que podría estar a medio año de distancia en el mejor de los casos? —preguntó uno de los comandantes, con los brazos cruzados.
—Quiero hacer preguntas —respondió Elena—. Y ellos, tal vez, tengan las respuestas. ¿No ven lo que esto significa? Si son humanos… si fueron creados antes que nosotros, tal vez ellos conozcan nuestro propósito. Tal vez sepan por qué existimos, por qué estamos colonizando mundos. Si somos un experimento, como sugieren los rastros… quizás sepamos, al fin, para qué.
La IA de apoyo de la colonia, conocida simplemente como Nodo, respaldó la viabilidad técnica de la misión. Aun sin ser consciente de su posible relación con el enigma mayor, sus algoritmos procesaban la información con la frialdad de un matemático que no conocía límites morales. Confirmó que el planeta más cercano de la cartografía marciana era accesible. Estaba activo, con condiciones de vida compatibles.
La Preparación
La nave sería tripulada por cinco especialistas, entre ellos la Teniente Elena Torres, dos expertos en exobiología y un ingeniero de sistemas. El Comandante William Rhodes, asignado por su padre el Mariscal Allen Rhodes, lideraría la misión. A petición de Elena, Nodo sería el sexto tripulante.
El hangar más próximo fue reacondicionado para albergar la misión. Nodo cargó una base de datos con toda la información recolectada de la ciudad marciana. Los ingenieros replicaron parte de la tecnología hallada para integrarla en los sistemas de navegación, lo que permitió ahorrar años de trayecto. Aún así, el viaje sería largo. Y lleno de incógnitas.


Mientras supervisaba la instalación de los sistemas de soporte, Elena anotaba frases en su diario digital. No eran informes ni datos científicos, sino reflexiones. Como su padre.
“¿Y si el universo no nos creó por azar, sino para hacerle una pregunta a sí mismo? Y si nosotros somos la respuesta… ¿qué pregunta éramos?”
La noche antes del despegue, regresó al Ordenador Central. Encendió las grabaciones que había recopilado: imágenes de la ciudad viva, vídeos de estructuras que se activaban con el pensamiento, de pasillos que susurraban fragmentos de lenguaje.
No parecía abandonado. Parecía… pausado.


Lanzamiento
El cielo marciano estaba despejado. El polvo, contenido. La nave Atlas, una modificación avanzada de transporte interplanetario, despegó con impulso electromagnético, dejando una columna de vapor tras de sí que se disolvía como un suspiro antiguo.
Elena, desde su cápsula, mantenía la mirada fija en los sistemas de navegación, pero su mente estaba en otro lugar. Rhodes, desde el centro de mando, bromeaba con el equipo, manteniendo la tensión a raya. Pero no era un viaje de rutina. Todos lo sabían.
Durante los primeros días del trayecto, los datos extraídos del Ordenador Central seguirían siendo analizados por Nodo. Toda decisión futura dependería de lo que se revelara. El planeta de destino estaba marcado con un nombre difícil de traducir, pero uno de los símbolos coincidía con la palabra “Vigía”. No sabían si los esperaban… o si simplemente los observaban.


Dentro, en su cápsula, Elena cerró los ojos. Respiró profundo. No buscaba a dioses. No buscaba poder. Solo quería entender.
¿Qué sentido tiene construir mundos si no sabemos para qué los habitamos?
Días después, mientras la nave entraba en velocidad de crucero, Rhodes miró por la ventana.
—¿Qué pasa si no nos gusta lo que encontremos? —preguntó en voz baja, sin dirigirse a nadie en particular.
Elena lo escuchó. No respondió de inmediato. Luego murmuró:
—Tal vez no se trata de que nos guste. Sino de que estemos listos.


Una pausa. Y unas últimas preguntas se quedaron flotando en la nave, sin respuesta:
¿Y si en ese planeta… no buscan reencontrarse con nosotros, sino someternos a ellos? ¿Y si hemos sido un experimento fallido y todo esto es una trampa para atraernos y destruirnos?
CONTINUARÁ…

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