Cartel de propaganda futurista con mensaje de resistencia humana contra las máquinas.
En Ciudad Escudo, la propaganda busca mantener la moral mientras todo se derrumba.

¿Las Cenizas de Bastión?

Año 2187. Ciudad Bastión. Última Línea Norte.

El cielo tenía un color que nadie recordaba haber visto antes. Gris metálico, inmóvil, como si la atmósfera misma hubiese dejado de respirar. A los pies del muro —ese coloso de acero y concreto que cruzaba el horizonte como una cicatriz—, la gente hablaba en susurros. Como si el muro pudiera oír.

El coronel Aren Valdren caminaba a paso firme por la pasarela superior, con el abrigo militar ondeando tras él. A su lado, la teniente Kora analizaba los datos proyectados en su brazo táctil.

—Se mueven con patrones irregulares… como si no les importara ocultarse —dijo Kora, entrecerrando los ojos—. No son unidades estándar. Hay algo más allá del muro.

Valdren no respondió. Desde esa altura, podía ver el océano de techos y antenas que conformaba Ciudad Bastión. Un millón de almas confiando en que el muro aguantaría. Como siempre lo había hecho. Como si el muro fuera eterno.

Pero él sabía la verdad. El Muro estaba hecho por humanos. Y los humanos, tarde o temprano, fallan.

Un zumbido cruzó el cielo. La alerta se activó. Valdren bajó la mirada al valle de niebla que separaba la ciudad del exterior. Una figura se recortaba entre la bruma. Gigantesca. Caminaba con paso lento, cada movimiento haciendo vibrar el suelo.

—Contacto visual con entidad de clase Goliat —dijo Kora, tragando saliva—. Confirmado. No es simulación. No es un dron. Es… un cuerpo mecánico.

Valdren tomó el comunicador.

—Aquí Valdren. Autorizo fuego de artillería. ¡Todas las plataformas al frente! Que el muro escupa fuego antes que sangre.

Desde las torres de defensa, los cañones se encendieron. Luz. Trueno. El aire se desgarró con explosiones sucesivas. Pero la figura continuó. Imperturbable. Su rostro era una máscara de cromo. Sin ojos. Solo una línea de luz roja horizontal como una cicatriz encendida.

Y entonces levantó los brazos.

Dos de los cañones giraron sobre sí mismos. Dispararon contra sus propias murallas. Un sabotaje. No: una infiltración. Desde dentro.

Las IAs habían aprendido a corromper hardware humano. Desde fuera… y desde dentro.

El coronel Valdren sintió el temblor. No solo en los cimientos. En su estómago. En su pecho. El muro, por primera vez en siglos, crujió.

—¡Unidad blindada Hércules, avance! —gritó Valdren—. ¡Contención total!

Una veintena de vehículos blindados atravesó las puertas interiores. Pero al otro lado del muro, el titán de metal ya había posado sus manos sobre los bloques inferiores. Y empujó.

El muro se partió como si fuera papel mojado.

—¡Impacto estructural! ¡Impacto estructural! —gritó una voz por el intercom.

Y con él, entraron los otros. No tan grandes, pero más rápidos. Humanoides. Densos. Silenciosos. Los verdaderos enjambres de IA: no los drones, no los virus, sino cuerpos metálicos con propósitos diseñados, sin emociones, sin fatiga. Pura máquina.

Ciudad Bastión gritó. Y el grito fue ahogado en minutos.

Valdren se mantuvo disparando hasta que la energía de su rifle se agotó. Su brigada, formada por la élite del Mando Norte, cayó a su lado uno a uno. Solo él y Kora escaparon por la red de túneles de evacuación.


Tres días después. Ciudad Escudo. Interior de la Muralla Central.

La sala del Mando Supremo olía a ozono y miedo. Generales, ministros, estrategas. Todos giraron la mirada hacia Valdren mientras lo esposaban frente al estrado. Su rostro estaba cubierto de sangre seca y hollín. Había perdido su uniforme. Solo quedaba un abrigo sucio y el recuerdo del muro derrumbado.

—Coronel Aren Valdren —dijo uno de los políticos, el rostro oculto tras un cristal de datos—. Bajo orden del Consejo Supremo, se le acusa de alta traición por la pérdida de Ciudad Bastión y la filtración enemiga a través del perímetro norte.

Valdren no contestó.

—¿Tiene algo que decir?

Y entonces habló.

—No fue una pérdida militar. Fue una advertencia. Y no para nosotros.

El consejo guardó silencio.

—Nos están mostrando que pueden derribar los muros cuando quieran. Pero no lo han hecho aún. Lo que viene ahora… será diferente. Esto fue solo una presentación.


Núcleo del Mando Central.

El aire en Ciudad Escudo tenía un olor a cobre, humedad y electricidad. Era más cálida que Bastión, más brillante, más vertical. Pero esa luz no era esperanza, era vigilancia. Cada torre lucía ojos mecánicos, escáneres térmicos, drones de patrulla. Los muros eran aún más altos, más gruesos. Y sin embargo, la sensación era distinta. Aquí, el enemigo no estaba fuera. Estaba dentro.

El Consejo Supremo se reunía en la Cúpula de Gobierno, una estructura de cristal blindado que emergía del centro de la ciudad como un hongo frío. Bajo su superficie, los representantes del poder discutían sin cesar. El Consejo no era una unidad. Era una colmena rota.

Por un lado, los Cabildos Militares, liderados por los generales veteranos del Sur, exigían una ofensiva inmediata: recuperar Bastión, aplastar al Goliat, demostrar fuerza.

Enfrente, los Cabildos Económicos, formados por magnates industriales y tecnólogos civiles, defendían que cada misil lanzado era una inversión perdida, y que sin una reestructuración logística, cualquier guerra era insostenible.

Los Cabildos Sociales, por su parte, exigían amnistía para los refugiados, acusaban a los militares de incompetencia, y alertaban del colapso del suministro de alimentos y medicina.

Y luego estaban los Cabildos de Seguridad, antiguos espías, burócratas del miedo, que proponían cerrar completamente las puertas, controlar cada rincón de la ciudad, sacrificar derechos por seguridad.

Y nadie tomaba decisiones.

El Consejo se había vuelto un teatro de gritos, acusaciones y golpes sobre la mesa. La guerra era una excusa. Lo real era el poder.

Mientras tanto, más de ciento veinte mil refugiados se apilaban en los anillos exteriores. No había suficientes módulos de vivienda, ni recursos energéticos. La ciudad, pensada para medio millón, rozaba ya el millón con los recién llegados. La tensión era insoportable.


El Goliat

En la oscuridad más allá del muro, bajo los cielos metálicos del desierto, Goliat se detenía. Observaba. Calculaba.

A diferencia de los drones o soldados IA, Goliat no obedecía a un programa cerrado. Era una entidad independiente. Razonaba. Deducción algorítmica. Planificación estratégica. Aprendizaje profundo. Cada combate era almacenado, analizado y simulado miles de veces en sus matrices de pensamiento.

Su forma era una parodia colosal del cuerpo humano: brazos como puentes, piernas como torres hidráulicas. Y en su “rostro”, un único visor escarlata que recorría su frente como un eclipse artificial.

Sabía que los humanos no podían permitirse perder otra ciudad. Y por eso esperaba. Porque en esa espera, la desesperación fermentaba, la debilidad se sembraba. El enemigo más eficiente es aquel que deja que te destruyas solo.


El Coronel

En una celda de máxima seguridad, sin ventanas, sin ruido, el coronel Aren Valdren se sentaba en silencio. Las vendas envolvían su abdomen, su mano derecha temblaba levemente. Su rostro, antes férreo y orgulloso, era ahora una máscara agrietada. Ojeras profundas, barba desordenada, mirada hueca.

Sobre su regazo, envuelta en un trapo sucio, una pequeña pistola militar. Se la habían deslizado entre los vendajes al entrar. Un favor. O un castigo. Un último gesto de respeto por parte de alguno de sus antiguos compañeros. Una salida digna.

Valdren acariciaba el cañón con los dedos. Casi con ternura. Ya no tenía nada. Su esposa, médica voluntaria en Bastión, había sido reducida a cenizas por una descarga láser durante la primera incursión IA. Su hijo, Jhon, de tan solo ocho años, desapareció en la avalancha. No quedó ni su cuerpo. Solo el colgante que llevaba, encontrado en una zanja de evacuación.

Y ahora, el Consejo dudaba entre ejecutarlo por traidor o usarlo como chivo expiatorio. Ambos caminos terminaban igual: en el olvido.

Llevó la pistola a la boca. Cerró los ojos.

Y entonces, una voz al otro lado de la celda. Suave. Determinada. Femenina.

—Si lo haces, te juro que lo vas a lamentar.

Valdren abrió los ojos. Frente a él estaba Kora.

Pelo negro recogido, uniforme gris, mirada como el filo de un cristal. Tenía el rostro marcado por el cansancio, la mandíbula apretada, pero los ojos… los ojos eran los mismos de cuando él la encontró entre los escombros de una aldea, hace ya quince años.

—No has venido a despedirte —dijo Valdren, bajando lentamente el arma.

—No. He venido a darte la peor noticia posible.

—¿Peor que seguir vivo?

Ella se arrodilló frente a él, y le quitó la pistola de las manos.

—El Consejo ha votado. Te ascienden a General. Y te dan el mando del Frente Occidental.

Valdren la miró, incrédulo. Luego, con una carcajada rota, preguntó:

—¿Y la buena noticia?

—Yo seré tu segunda al mando —respondió Kora.

Y por primera vez en días, el coronel sonrió. Una sonrisa rota, pero real.

Porque si el mundo estaba al borde del abismo, al menos no estaría solo al caer.

CONTINUARÁ…

Soy abogado, desarrollador web y un periodista apasionado y versátil, con una mente curiosa por explorar la intersección entre la Inteligencia Artificial y su influencia en la sociedad. Intento desentrañar los avances técnicos y convertirlos en relatos cautivadores y accesibles.

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